Si hay algo que echo de menos en las ciudades es el olor. Crecí con olor a pinos, a frutales de la huerta de al lado, a abono en ocasiones (en serio, qué horror era aquello), a río, a montones de flores mezcladas.
Hoy es un día de suerte, hoy huele a tormenta.
Las ciudades sólo son reales por encima. Aunque cueste más ver las estrellas, sólo el cielo permanece inamovible y variable, sólo del cielo no se puede huír.
El otro día, iba caminando por la ciudad y no pude evitar sentir que era absurda, con sus señales y su asfalto, con sus anuncios en las paredes, con su orden establecido.
No idealizo los pueblos, he vivido en bastantes para no poder idealizarlos.
pero lo cierto es que ahora me apetecería estar en una tienda de campaña, con alguna piedra clavándose en mi espalda.
Lo cierto es que me encantaría abrir mañana la ventana y que oliese a mañana de verano.
Lo cierto es que los escaparates, las personas que caminan, los anuncios de conciertos, los edificios, ni siquiera las estatuas, llegarán nunca a ser el pequeño paisaje en miniatura de unos líquenes en un muro de piedra, los prados que cambian día a día, el rumor de agua fluyendo y canto de pájaros, los buhos que ululan en la noche, los árboles cambiando a cada estación.
Pero en los pueblos no hay cines ni grandes catedrales, cierto.
Prefiero pintar los ojos de los hombres a las catedrales, porque en los ojos hay algo que no hay en las catedrales, aunque sean majestuosas e imponentes: el alma de un hombre aunque sea un pobre vagabundo o una muchacha de la calle, me parecen más interesantes, dijo Van Gogh
El propio Lord Nelson, en Trafalgar Square, sólo tiene leones de piedra.
Y yo puedo irme de tiendas, pero no hacerme faldas de helechos, como cuando era pequeña. Comprar mil champús que son experiencias orgánicas y todo eso, pero no dejan el pelo como el agua de ortigas.